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Felipe Paez
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Recorriendo la ciudad destrozada, el silencio era un recordatorio constante de los peligros que acechaban. Ni un alma se asomaba, el aire estaba sumido en el polvo de los escombros y en el olor a hormigón y madera quemada, y no podías caminar una sola cuadra sin ver los cuerpos de las personas desvividas por la guerra. Las calles, antes bulliciosas y llenas de vida, ahora yacían silenciosas. Sus edificios, ahora marcados por las cicatrices de los bombardeos, eran testigos mudos de la tragedia que había consumido a la ciudad.
Casa por casa, tienda por tienda, el superviviente buscaba alimentos y un refugio en el que pasar la noche. En su camino se encontraba con recuerdos de tiempos pasados: fotografías enmarcadas de familias sonrientes, juguetes abandonados y escombros que supieron ser hogares, objetos que eran un recordatorio de la vida que alguna vez floreció en aquel lugar, ahora reducido a cenizas.
Cada paso debía ser medido con sumo cuidado, cada sombra inspeccionada y cada ventana vigilada con precaución en busca de tiradores. Se sentía como una presa constantemente acechada en medio de un bosque desconocido que cada día parecía ser más interminable. Aunque el fuego había cesado, el eco de las explosiones distantes aún atormentaba al superviviente. Con cada detonación este recordaba con horror lo ocurrido en el primer ataque y a todos a los que había dejado atrás, víctimas del conflicto que había transformado la ciudad en un infierno.
Sus ojos reflejaban su temor, la tristeza por tantas pérdidas y el cansancio después de vagar por la ciudad por tantos días con el estómago retorciéndose. A pesar de todos sus pesares, seguía adelante, impulsado por su voluntad de sobrevivir. Fue entonces que en medio de todo ese caos, una estructura surgió en la lejanía. Un supermercado.
Esperanzado por la posibilidad de encontrar algo de comer, se dirigió decidido hacia la estructura, o lo que quedaba de ella. Con cautela, se adentró en su interior. Las puertas corredizas estaban baleadas, los cajeros saqueados y lo que antes era un techo ahora era un agujero gigante producto de las bombas. Avanzó entre pasillos llenos de fragmentos de cristales rotos, carteles caídos y casquillos de balas. Las estanterías, aunque en desorden, aún guardaban pequeños tesoros: latas de comida vencida, botellas de agua y otros productos inútiles.
Mientras buscaba y seleccionaba cuidadosamente los productos más duraderos y livianos, unos individuos irrumpieron en el supermercado haciéndolo sobresaltar. Un soldado había entrado, trayendo consigo a una mujer. El superviviente se apresuró a esconderse detrás de un estante caído. El soldado la arrastraba por la fuerza mientras la insultaba y la golpeaba. Joven, rubia y muy hermosa, la mujer no paraba de llorar y gritar por ayuda. Desesperada, trataba de zafarse pateando y golpeando al soldado con las fuerzas que le quedaban porque era obvio lo que él quería hacerle, pero no sirvió de nada.
El superviviente entró en crisis. No sabía qué hacer. Si intervenía, el soldado posiblemente le dispararía y lo mataría. Pero si no hacía nada, la mujer seguiría sufriendo. Debía hacer algo. Su corazón latía con fuerza, una mezcla de adrenalina y miedo recorría cada fibra de su ser. Sus manos temblaban, indecisas entre la acción y la inacción. Las voces en su cabeza le imploraban que actuara, pero sus piernas, como si tuvieran vida propia, no le permitían moverse. Los gritos desgarradores de la mujer no paraban de resonar en sus oídos.
Tras una nueva bofetada, la cabeza de la mujer giró en sentido al superviviente. Ambas miradas se cruzaron. En sus ojos se reflejaban el miedo y el dolor por el que estaba pasando y el superviviente se quedó petrificado, observando con horror cómo el soldado envolvía su cuerpo alrededor de la mujer saciando sus más repugnantes y retorcidos deseos. Poco a poco, los gritos desesperantes de la mujer pasaron a ser pequeñas súplicas envueltas en pena y dolor hacia el superviviente. No lo soportaba más.
Pronto, los ojos de ella se iluminaron de esperanza tras ver cómo la figura del desconocido detrás del estante se levantaba, a punto de intervenir. Pero no pudo ser mayor su desilusión. El superviviente no dijo ni hizo nada, tomó sus cosas y con lágrimas en los ojos se alejó, dejando atrás el sonido de los gemidos quebrados por el llanto de la mujer. No había nada que pudiera hacer.

La música orquestal, compuesta por violines y flautas, llenaba la habitación y la bailarina esbelta daba vueltas sobre sí al ritmo de esto. Ella giraba, saltaba y bailaba con elegancia, todo en una perfecta coreografía bien ensayada y practicada. El estrés y el cansancio la acompañaban en su baile. Eran pocos los días que faltaban para la competencia y ella aún no estaba preparada. Todo debía salir perfecto para ella. Perfección, una palabra compleja y muy abarcativa. Ella buscaba expresarla en su baile pero le era imposible. No podía alcanzar el nivel de perfección que buscaba.
En un intento por mejorar la coreografía, la bailarina dio un salto en alto hacia el cielo pero el reproductor de música falló, la bailarina se distrajo y cayó al suelo de cola. Un crack sonó en su pie, era su tobillo. Intentó pararse pero le era muy doloroso. Un ataque de desesperación la invadió. Comenzó a llorar. No podía competir así. Con las fuerzas que le quedaban, se puso en pie y salió a la calle para ir al hospital más cercano.
Entre lágrimas, la bailarina caminaba rodeada por la muchadumbre trastabillando. El dolor era insoportable y su tobillo le pedía descansar. Los aerodeslizadores pasaban a toda velocidad y la gente, ausente de su dolor, pasaba a su lado sin prestarle la más mínima atención. Dobló en la esquina y se encontró frente al hospital gigantesco. Entró arrastrando el pie y entre jadeos pidió ver a un médico urgentemente. Le revisaron el tobillo y trataron de sanarlo pero se trataba de una lesión grave. El doctor le dijo que el tobillo le iba a sanar dentro de un mes y que debía reposar.
Los ojos fatigosos de la bailarina estaban velados en llanto. No podía creer lo que le estaban diciendo. Rápidamente se fue del hospital, se acercó a una tienda y se compró una botella de cerveza que ella sola se acabó. Buscaba consuelo en el alcohol y le rezaba a la noche que la ayudase. En un momento, se encontró sola, en medio de una calle sin nombre junto a un puente. Aún con la botella en la mano, se acercó al borde del abismo y sin dudarlo extendió la pierna lista para lanzarse. Hasta que, como si de una proyección divina se tratase, en la lejanía divisó una luz. Era un cartel, luminoso y titilante. Se trataba de un tecnoquirófano. La bailarina se le quedó mirando, expectante. Se bajó del borde del puente y se dirigió hacia él, hipnotizada por su luz. Frente al tecnoquirófano, la bailarina dudó de si entrar o no. Se miró el tobillo hinchado con odio, entró al quirófano y pidió un pie nuevo.
Al día siguiente, la bailarina continuó practicando. Con su nuevo pie mecanizado, bailaba con alegría. Cada paso de baile le era reconfortante, casi hasta exitante. Terminada su práctica, apagó el reproductor y se sentó a descansar. Se mira el nuevo pastel. Era sorprendente lo rápido que ella se había adaptado pero apesar de su bienestar, se sentía incompleta, aún no era perfecta. Sudada, volvió a salir a la calle y caminó de vuelta al tecnoquirófano. Esta vez se pidió una pierna.
Los días pasaron, y llegó el día de la competición. El público estaba emocionado y expectante. No podía esperar a que las bailarinas salieran, La primera en actuar fue ella y, cuando salió, todo el mundo quedó asombrado. De entre el telón no salió una mujer, sino una cabeza humana con un cuerpo de metal plateado brillante. Su cuerpo era ahora una fusión de carne y metal, una obra maestra de la tecnología que brillaba bajo las luces del escenario. Su torso, esbelto y grácil, conservaba la delicadeza humana, pero sus extremidades habían sido reemplazadas por estructuras metálicas perfectamente articuladas. Todos estaban asombrados, incapaces de procesar la imagen. La máquina en el escenario se inclinó en forma de reverencia y les presentó a todos un espectáculo que jamás olvidarían.

El olor a tabaco impregnaba la habitación y el escultor, con su cigarrillo en la boca, trabajaba la piedra de mármol con su martillo y su pica. El suelo estaba repleto de escombros, papeles y cóleras de cigarrillos y la mesa estaba llena de herramientas y dibujos. A ras de golpes y lijados, el escultor trataba de darle forma a aquella piedra rota. Después de varias horas, apagó su último cigarrillo, dió el último golpe y retrocedió lentamente para poder admirar su nueva creación.
Era una mujer, flaca y de largas curvas y grandes pechos. Su piel, blanca como las nubes, reflejaba la luz de los reflectores, sus cabellos pulidos parecían de una suavidad natural y sus ojos, desprovistos de alma, enseñaban la vida que tenía la escultura. El escultor se lo quedó mirando, analizandola. La rodeaba con la mirada y la acariciaba con suavidad. Después de un largo rato viendo y bebiendo de su vaso de whisky, decidió que la escultura era horrenda. La comenzó a destruir sistemáticamente parte por parte y arrojó los restos a la basura junto con el resto de esculturas fallidas.
Se sentía cansado y apenado. No podía ser que después de tantos meses de trabajo no pudiera hacer la escultura que tanto deseaba. Enfurecido, golpeó la mesa de trabajo, tirando algunas herramientas, tomó sus cosas y salió de la casa. Se dirigió a un bar, a uñas cuadras de su casa. Se sentó en la barra, pidió una botella de cerveza y prendió un cigarrillo. No paraba de pensar en aquella escultura tan horrible e incompleta que había hecho. No paraba de decirse lo inutil que era y como era incapaz de recrear la simple imagen de una mujer.
En eso unos pequeños pasos firmes resonaron hacia su dirección. El escultor bebió un largo sorbo de cerveza y voltio. Era una chica. Esta se acercó al escultor y le acarició el hombro con sus dedos largos y suaves. Era una chica joven de pelo largo y dorado, nariz chata y unos ojos verdes brillantes. El escultor quedó deleitado con la imagen de esa chica tan preciosa pero sobre todo no podía parar de verle el rostro. Sus ojos, sus facciones, todo era de una asimetría perfecta. El escultor le invitó unos tragos y sin mucho esfuerzo la llevó a su casa.
Ambos entraron al departamento y el escultor le compartió un vaso de agua. La chica, después de una larga charla, se quitó la ropa y le enseñó al hombre su hermoso cuerpo, arruinado por los tatuajes y piercings, pero no su cara. No, esa era perfecta. Después de un largo rato haciendo el amor, el escultor le pidió que posara para poder plasmar en la piedra esa hermosa cara.
Estuvieron varias horas encerrados y el escultor no paraba de trabajar. La mujer, harta, le pidió al escultor que la dejara irse pero este le rogó que se quedara, solo necesitaba más tiempo. Ella insistió, se vistió y comenzó a irse. El escultor la tomó de la mano y le forcejeo para que se quedara. La chica lo abofeteó y trató de escapar pero el escultor se lo impidió. En un ataque de desesperación, la agarró del cuello, la arrojó al suelo y la asfixió. Ya muerta, el escultor tomó su cuerpo inerte, separó la cabeza del cuello con un cuchillo de cocina y la usó de referencia para continuar su escultura.
Al día siguiente el escultor estaba feliz. Por fin había terminado su arduo trabajo y podía descansar. Mientras tomaba su vaso de whisky en el bar, una chica se acercó a la barra y pidió un gintonic. El escultor se le quedó mirando a su hermosa piel negra pero sobre todo a sus hermosas piernas. El escultor se le acercó, se sentó junto a ella y le invitó un trago.

No hace muchos años, el cielo oscuro de Buenos Aires se tiñó de rojo con el nacimiento de una Luna de Sangre. Su fulgor rojizo pintaba las calles con una luz etérea y su ojo frío observaba con una mirada fría los edificios de la ciudad. Esa misma noche, en un hospital público, nació un pequeño llamado Federico. Había nacido sano, con unos ojos verdes brillantes que hacían contrastar con su piel suave y delicada. La luz roja de la luna se filtraba por las ventanas de la habitación mientras los enfermeros corrían de un lado a otro tratando de llevar a Fede a la luz. El doctor, con algo de dificultad, lo sacó de entre las piernas de su madre y lo sostuvo en sus brazos mientras el pequeño lloraba, aferrándose al brazo del doctor para secar sus lágrimas.
Los ojos del doctor pasaron de enseñar un sentimiento de alegría al sostener al bebe a ensdñar unos ojos de confusión. De la nada comenzó a sentir como si su peso y el del bebé se desvanecieran de la nada. Miró hacia abajo y vio con confusión como sus pies comenzaban a separarse del suelo. Antes de que pudiera medir palabra alguna comenzó a flotar. Todos se quedaron atónitos al ver cómo el doctor y el bebé comenzaban a acercarse cada vez más al techo. Una enfermera corrió a tomar al pequeño para separarlo del doctor, pero ella también comenzó a elevarse. Así siguió, enfermero tras enfermero, hasta que alguien tuvo la maravillosa idea de envolver al bebé en una sábana. El doctor y los enfermeros permanecieron allí arriba, gritando por ayuda y moviéndose descontroladamente, mientras que Fede, finalmente, se quedó dormido.
Fede creció en una familia bien acomodada, en un barrio tranquilo, en una casa grande con paredes de color blanco cremoso y con un lindo jardín pastoso en el frente. Era un niño bueno, de mirada inocente, uno más entre los demás chicos de su edad. Sus padres, tras muchas consultas con doctores y especialistas, decidieron guardar el secreto de su maldición. No le permitían salir mucho de casa, y cada salida debía ir acompañada de su madre. En el parque, Fede solía quedarse solo, mirando desde la distancia cómo los otros niños corrían y jugaban, deseando unirse, pero temeroso de lo que les podría hacer. Hubo una vez en la que mientras caminaban por la calle apareció una anciana con un perro pequeño. El perro juguetón corrió directo hacia Fede en busca de caricias y saltó sobre él. El niño lo acarició suavemente y lo abrazó con cariño. Pero el perro en tan solo un instante se volvió loco al ver sus patas agitarse en el aire. La anciana miró la escena aterrada, y al ver a su perro elevarse apenas unos centímetros, soltó un grito desgarrador, ¨demonio¨. Esa palabra apuñaló el pecho de Fede y las miradas de los otros niños a su alrededor lo hicieron empequeñecer. Lágrimas gruesas comenzaron a resbalar por sus mejillas y pequeños quejidos salían de su boca. Su madre lo llevó de vuelta a casa, ignorando las miradas y los susurros pero Federico apenas podía caminar. Esa noche, mientras escuchaba a sus padres discutir sobre él, Fede solo lloraba. Desde entonces nunca más quise volver a salir.
Una mañana mientras estudiaba en su habitación Fede vio volar una pelota de fútbol hasta caer en su patio. Se quedó en la ventana, esperando a que apareciera su dueño, pero nadie llegaba. Decidió bajar las escaleras y correr al patio en busca de esa pelota. Al levantarla, escuchó una voz. Era una niña rubia al otro lado de la valla, que le decía que la pelota era suya. Fede la miró con ojos grandes, era muy hermosa. Cuando ella se acercó para recoger la pelota esta no se dispuso a quedarse y comenzó a elevarse. Ambos la observaron boquiabiertos mientras ascendía y se perdía en las nubes. Fede esperaba que la niña gritara o escapara pero en lugar de eso ella le pidió que lo hiciera de nuevo. Así pasaron horas, lanzando objetos al aire y viendo cómo levitaban. Cuando cayó la noche y ambos estaban agotados, la niña saludó a Fede con una sonrisa y se presentó como Priscila.
Desde entonces, Priscila se convirtió en el mundo de Fede. Pasaban cada tarde juntos, ella siempre con su cabello rubio moviéndose al viento y esos ojos oscuros que brillaban con su característico mirar juguetón. Se sentaban en el borde del río o bajo la sombra de algún árbol, compartiendo silencios y momentos juntos. Hablaban de sus vidas, de las cosas que los hacían reír y llorar. Ella era la única persona a la que Fede le gustaba escuchar y sobretodo mirar.
Hubo una tarde en la que en el tejado de la casa de Fede él se abrió a ella. Le contó de su soledad y de cómo notaba que sus propios padres lo miraban como un fenómeno. Que se sentía diferente. Priscila lo miró con comprensión. Ella también le confesó acerca de su relación con su padrastro. Él maltrataba a su madre y les gritaba a ambas como si no les importase. Miró al cielo y le contó a Fede lo tanto que extrañaba a su verdadero padre y soltó una lagrima. Agarró una pequeña flor amarilla que estaba tirada y se la puso en la oreja. ¨No sos un fenómeno¨ le susurró con cariño dejando aquellas palabras volando en los oídos de Fede. Sus brazos deseaban envolverla y sentir su calidez pero sabían cuál iba a ser el precio de eso. Ambos se limitaron a mirar el atardecer, envueltos en la calidez de su luz, y en silencio dejaron que sus almas se abrazaran.
Pasaron los años, y ambos crecieron juntos. Mientras Priscila terminaba la secundaria, Fede seguía estudiando en casa. Por las noches, escapaban juntos y se divertían. Asistían a pequeñas fiestas, donde Fede en un principio se sentía incómodo entre tantos desconocidos y trataba de alejarse de todos para no tocar a nadie pero terminaba dejándose llevar, haciendo algunos amigos, bailando, tomando y fumando. Más de una vez Fede había tenido enfrentamientos con otros chicos porque lo consideraban raro y callado pero Priscila a pesar de su estatura y ternura siempre lo defendía y encaraba a los abusones. Por esa razón, desde entonces, todas las noches en las que ambos regresaban a casa ebrios, Fede arropaba a Priscila con su ropa y vigilaba la noche para cuidarla.
Una noche, Priscila y Fede regresaron a sus casas ebrios y vieron mal estacionado el auto del padrastro de Priscila. Entre risillas decidieron gastarle una pequeña broma. Fede acarició el capó del auto y juntos se rieron hasta las lágrimas viendo cómo el auto se iba alejando del suelo. Sin embargo, su alegría desapareció cuando el padrastro salió de la casa con una botella en la mano. Cuando vio el auto en el aire, en su cara se dibujó un rostro de ira y corrió hacia Fede. Lo tomó del cuello de la remera y lo golpeó en la cara. Fede no tuvo tiempo para reaccionar y cayó. En el suelo veía como Priscila intentaba intervenir pero el hombre la corría de su camino y seguía golpeándolo. Entonces el padrastro comenzó a flotar en el aire lanzando puñetazos al aire y gritándole a Fede hasta que sus gritos terminaron siendo pequeños ecos en la lejanía. Los vecinos miraban con asombro y confusión la escena. Poco después, llamaron a la policía y se llevaron a los jóvenes a la comisaría. Los padres de Federico llegaron furiosos y, entre gritos, le prohibieron volver a ver a Priscila.
Durante semanas no pude ver. Fede clavaba la mirada en el oscuro reflejo de la casa de Priscila, esperando que ella se asomara, pero nunca la veía. Los días pasaban lentos y pesados y Fede empezaba a dormir cada vez menos. Por las noches, incluso después de que las luces en la casa de Priscila se apagaban, él seguía en su ventana, mirando. Volvió a estudiar pero las palabras se deslizaban de su mente. Se encerraba en su cuarto y en las cenas con sus padres el silencio se volvió ensordecedor. Esperaba con esperanza a que alguien tocara la puerta, que la abriría y la viera a ella, pero jamás pasaba nada.
Una noche, una piedra golpeó la ventana de Fede. Se asomó y, para su sorpresa, vio a Priscila abajo. Con ánimos, bajó en silencio para no despertar a sus padres y salió corriendo con ella sin rumbo. Terminaron en las afueras de la ciudad, en un pequeño peñasco del bosque. Entre carcajadas y jadeos, sus ojos se cruzaron, y Fede, sin poder contenerse, acarició la mejilla de Priscila y enredó sus labios con los suyos. Una mezcla de alegría y un sabor dulce en la boca lo adormeció y dejó su mente volando. De la nada el sonido natural del bosque se apaciguó y la luna dejó de brillar, solo estaban ellos dos.
Pero su beso comenzó a separarse. Fede abrió los ojos y vio el terror en el rostro de Priscila al notar que comenzaba a despegarse del suelo. La sujetó de los brazos, intentando que no se alejara de él, pero era imposible. Fede sudaba y jadeaba entrecortadamente por el esfuerzo de mantener a Priscila en el suelo, sus pies resbalaban en la tierra y sus brazos comenzaban a cansarse. Ambos intentaban gritar por ayuda pero solo las ramas secas del bosque los escuchaban. Priscila, con lágrimas en sus mejillas, lo miró con tristeza y con su voz quebrada le suplicó que la dejara ir pero Fede no pensaba rendirse. Así que la abrazó una última vez, y juntos comenzaron a ascender lentamente, perdiéndose cada vez más y más cerca de la luna.

Antes de entrar al restaurante, Carlos estacionó su auto , se abrigo con su saco negro y apago su cigarrillo. Eran las nueve menos cuarto de la noche y había llegado justo a tiempo para su cita. Carlos estaba emocionado. Hace tiempo que quería hacer un hueco en su agenda para salir con su novia. Siempre estaba ocupado pero hoy no, se preparó con su linda camisa y sus pantalones impecables.
Carlos abrió la puerta del restaurante y se llevó una gran sorpresa. Estaba vacío. No había nadie ocupando las mesas y parecía que tampoco había nadie trabajando.. Tal vez cerraron pensó Carlos. Pronto un hombre detrás del mostrador apareció. Parecía de unos cuarentaitantos, vestía las prendas típicas de un mozo pero también llevaba un delantal de cocina.
– Buenas noches – dijo Carlos. Se acercó a la zona de recepción y tocó la campanita – ¿Está abierto?
El mozo se sorprendió. Alegre, se acercó a Carlos y se quitó el delantal.
– Buenas tardes – dijo al mismo tiempo que se inclinaba en forma de saludo – ¿Que le puedo ofrecer?
– Si em.. tenía una reserva para dos en nombre de...
– ¡Carlos, si! – lo interrumpió el mozo – Pase por favor, en un momento estoy con usted. Escoja la mesa que quiera – dijo mientras se dirigía de vuelta al mostrador.
Carlos se acomodó en una silla en una mesa no tan grande en una esquina del salón. Observó que todas las mesas, incluso las del pasillo del fondo, estaban completamente vacías únicamente ocupadas por los delantales blancos. Las pareedess pintadas de un amarillo cremoso estaban llenas de cuadros de estancias y bodegones y fotografías de platos tipicos del país. Algo llamó la atención de Carlos fue que el mozo parecía ser el único que trabajaba ahí. No había nadie en el mostrador o en el salón, ni siquiera en la cocina.
El mozo se acercó a la mesa de Carlos, le dejó la carta, los platos, los cubiertos y la panera y sacó su anotador para tomar el pedido.
– Ahí está. Bueno, ¿qué desea ordenar Carlos?
– Aún nada señor, gracias. Voy a esperar a mi invitada.
– ¡Tonterías! – exclamó el mozo – no va a quedarse ahí sentado sin tomar nada ¿Que le puedo servir?
– En ese caso... – dijo Carlos agobiado – le voy a pedir un agua sin gas.
– Por Dios, casi que me duermo de lo aburrido que es señor Carlos – bromeó el mozo y le acercó la carta – Por favor, la noche aún es joven. Rompase una birra – dijo mientras le abría la carta en la sección de bebidas.
– Está bien, una no me va a matar.
– Esa es la actitud. Ahí le traigo una Corona bien helada – dijo el mozo y se dirigió a la cocina.
Carlos miró la hora, eran las nueve y cinco. ¿Dónde está? se preguntó. Comenzaba a preocuparse. Tiempo después, el mozo regresó con una botella de cerveza con un pedazo de limón cortado en la boquilla.. Apoyó la botella en la mesa, metió el limoncito y le sirvió a Carlos.
– Aquí tiene – dijo el mozo.
– Gracias – dijo Carlos y tomó un buen sorbo. Estaba fresca – Disculpe señor, ¿es usted el único que trabaja acá?
– Me temo que sí, señor Carlos – contestó el mozo – Soy el mozo, cocinero y dueño oficial de la Cueva del Fiambre.
– Vaya – dijo Carlos sorprendido – No debe ser fácil trabajar solo en un lugar tan grande como este.
– La verdad es que no. Con suerte seis mesas se llenan al día, hoy fue la excepción. Y tampoco que mi menú sea muy variado y complejo. No me mato cocinando.
– Lamento escuchar eso – dijo Carlos y se tomó un sorbo de su cerveza – Imagino que debe ser complicado mantener este lugar.
– Hay días y días, señor Carlos. Días y días. – dijo el mozo con amargura.
Pasaba el tiempo y la novia de Carlos no aparecía. El mozo seguía en la cocina lavando platos y limpiando vasos y copas y Carlos acababa de terminar su cerveza. Empezaba a preocuparse ¿Por qué tarda tanto? ¿Qué le habrá pasado? Carlos agarró su teléfono y se levantó de la mesa para llamarla.. Marco el número y esperó pero no contestó. Marco devuelta y nada. Extrañado, pidió otra cerveza.
– Disculpe mi chusmerío señor Carlos – dijo el mozo mientras traía su segunda cerveza – pero no pude evitar escuchar nombrar que usted espera a una dama para cenar.
– Así es. Mi novia me invitó a cenar aquí. Un amigo de ella le recomendó este lugar, pero al parecer algo le pasó. Debería irme – y comenzó a levantar sus cosas.
– Descuide Carlos – dijo el mozo y volvió a sentar a Carlos – Ya sabe cómo son las mujeres cuando se trata de arreglarse. Le apuesto lo que sea que aún ni siquiera comenzó a vestirse.
– Si, puede ser – dijo Carlos sin ánimos – Deje de trabajar tan temprano solo para que ella me haga esperar. Increíble.
– ¿A qué se dedica señor Carlos? – le preguntó el mozo mientras le servía otra cerveza.
– Soy escritor de novelas.
– ¡Mire nada más! – exclamó el mozo – un escritor famoso vino a comer a mi restaurante. Vaya sorpresa. Le prometo que después de esto voy y compro una de sus novelas.
Ya había pasado una hora desde que Carlos había llegado. Estaba enfurecido y cansado. Solo sus tres botellas de cerveza le hacían compañía en aquella mesa vacía. No sabía qué hacer. Se puso a jugar con los cubiertos mientras esperaba, pero jamás llegó. Trató de llamarla devuelta pero ella no contestó. Decidido, Carlos se levantó de la mesa para ir a buscarla pero el mozo trajo a la mesa un plato de carne con papas y ensalada. Lo sirvió en la mesa y Carlos se sorprendió.
– ¿Qué hace? – preguntó Carlos confundido y borracho – No ordené nada.
– Ya es tarde señor Carlos – respondió el mozo mientras le cortaba la carne – Debe comer algo o se va a poner flaco.
– Gracias pero no era necesario. Debo salir a buscarla a ver qué pasó.
– No puede conducir en estas condiciones señor Carlos. Se va a matar. Insisto, la casa invita. Le aseguro que no va a comer un plato de bife con papas fritas más rico que este en todo el país.
– Muchas gracias pero...
– Carlos, descuide. Ella seguro que está bien. Solo coma.
Carlos volvió a acomodarse en la mesa y pincho un pedazo de carne. Se la metió en la boca y comenzó a masticar. Estaba deliciosa.
– Está riquísimo – dijo Carlos asombrado y siguió comiendo.
– ¿Qué le dije? – dijo el mozo – Disfrute.
Carlos devoraba con hambre el plato de comida. Ni siquiera se había molestado en condimentar el plato. Comía con voracidad las papas acompañandolas con la carne y la ensalada la pinchaba a montones. Acabado el plato, Carlos no daba más, ni siquiera para postre. Mientras Carlos se limpiaba la boca con la servilleta, el mozo levantaba los platos y cubiertos sucios y le sirvió un vaso con agua.
– ¿Qué le pareció la comida? – le preguntó el mozo.
– Estaba exquisito señor – dijo Carlos y se tomó el vaso de agua.
– No sabe la alegría que me da escuchar eso señor Carlos. Sin embargo, lamento que la cena no haya salido como lo había planeado.
– No pasa nada. Ya averiguaré qué fue lo que pasó.
– ¿Se puede saber cuál es el nombre de la dama que no pudo asistir? – preguntó el mozo.
– Mónica. Mónica Pasos.
– Mónica... – repitió el mozo con voz rasposa – Un lindo nombre para una linda mujer imagino.
– Si – dijo Carlos – La conocí en un evento promocional de un libro mio. Ella también es escritora y nos caímos bien.
– Me alegro por usted Carlos. El amor es algo hermoso y uno no siempre es capaz de encontrarlo.
De la nada, Carlos sintió unas náuseas y mareos extraños. Intentó mantener el equilibrio pero cayó a un costado de la silla sin éxito. Le dolía el pecho y la garganta y tampoco sentía los brazos o piernas. ¿Qué me está pasando? se dijo Carlos. El mozo se quitó el delantal de cocina, acomodó una silla junto a Carlos y se sentó. Carlos entre alaridos ahogados y gemidos de dolor intentaba pedirle ayuda al mozo pero este no contestaba ni le prestaba atención.
– Déjeme contarle una historia señor Carlos – dijo el mozo con un tono de voz totalmente cambiado mientras limpiaba y doblaba el delantal – Un tiempo atrás conocí a un hombre que no vivía lejos de aquí. Trabajaba conmigo en el restaurante. Este hombre salía con una mujer preciosa,, escritora también. Eran muy felices juntos pero un día ella lo dejó. Al parecer, en una salida de trabajo conoció a otro hombre. Un imbécil escritor llamado Carlos Luis Abado, bastante famoso.
Con un dolor de cabeza insoportable y con las fuerzas que le quedaban, Carlos intentaba arrastrarse hacia la salida para escapar.
– Ese escritor y la ex mujer de este hombre – continuó el mozo – siguieron saliendo. Mientras tanto, el hombre lloraba y lloraba. Terminó cayendo en las adicciones y trató de matarse poniéndose una pistola en la boca pero no tuvo el valor. Por su culpa, el rendimiento del restaurante cayó y las personas dejaron de venir. Los empleados comenzaron a renunciar y apenas alcanzaba el dinero para pagar los impuestos. Solo quedaba él.
>>Un día, llamó a esta mujer. La invitó a su restaurante a comer para saldar las cuentas y establecer que todo había quedado en buenos términos. Ella accedió e invitó a su nuevo novio. Ella fue la primera en llegar y fue recibida por el hombre y este sin dudarlo la asesinó, asfixiándola con sus propias manos.
Con sus últimas fuerzas Carlos trató de llegar a la puerta pero se quedó a mitad de camino, con la luz del techo nublandole la visión. Las piernas no le funcionaban y dolor era lo único que sentía en el cuerpo.
– Pronto el novio llegaría, se pondría cómodo y probaría el platillo del día (el gustito de Monica) y lamentablemente murió por causas extrañas.
El mozo se acercó a Carlos y le puso el pie en el pecho. Con su último respiro, Carlos miró a los ojos al mozo y murió.
– Buenas noches y gracias por venir a la Cueva del Fiambre.
ELLA ES TAN DULCE
es tan dulce y cálida como el arte
es tan bella como el día que la vi
ella es como el fino arte de la continuidad
no para pero sigue sin cesar,
junto a mi ventana hay algo que ocultar
pero no lo se, ella es especial y amorosa
es ella la que me llena de amor y de paz
sus besos me provoca algo que dar y junto con eso mis defectos se van
eres mía , eres divina , eres un beso largo de minutos eufóricos
para esto mis días de soledad desaparecen lentamente cada vez que miro y pienso en ti me desparezco y te echo de menos sin fin
Enviado por brunopch
GRAN VERDAD
La esclavitud no se abolió, se cambió a 8 horas diarias.
En este mundo hay los viven por vivir,los que no la viven , y los que en verdad la viven. ¿ Cual eres tu?
Noc frank Moran
CREPÚSCULO
Intuyo tu presencia.
Silencio de tu voz.
Vives en el paisaje.
Pura prolongación.
Nos llaman. Despertamos.
Van tus cabellos sueltos
-estandartes de sol-
comandando los vientos.
Los caballos galopan
y la tarde agoniza.
¿Brisa? Ciclón al frente
de rosas amarillas.
Jorge Rojas
ELLA ES TAN DULCE
es tan dulce y cálida como el arte
es tan bella como el día que la vi
ella es como el fino arte de la continuidad
no para pero sigue sin cesar,
junto a mi ventana hay algo que ocultar
pero no lo se, ella es especial y amorosa
es ella la que me llena de amor y de paz
sus besos me provoca algo que dar y junto con eso mis defectos se van
eres mía , eres divina , eres un beso largo de minutos eufóricos
para esto mis días de soledad desaparecen lentamente cada vez que miro y pienso en ti me desparezco y te echo de menos sin fin
Enviado por brunopch
GRAN VERDAD
La esclavitud no se abolió, se cambió a 8 horas diarias.
En este mundo hay los viven por vivir,los que no la viven , y los que en verdad la viven. ¿ Cual eres tu?
Noc frank Moran
CREPÚSCULO
Intuyo tu presencia.
Silencio de tu voz.
Vives en el paisaje.
Pura prolongación.
Nos llaman. Despertamos.
Van tus cabellos sueltos
-estandartes de sol-
comandando los vientos.
Los caballos galopan
y la tarde agoniza.
¿Brisa? Ciclón al frente
de rosas amarillas.
Jorge Rojas